A mi hermano Chema
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Soy el octavo hijo de una familia de catorce hermanos, todos del mismo padre y de la misma madre. Mis padres –Julita y Pablo– eran valientes y generosos. “Y un poco locos”, pensará más de uno. Sí, un punto de locura sí que tenían; pero era la locura propia de los enamorados, no la de los irresponsables. Cada hijo fue un motivo de gran alegría. Mi madre cuenta con gracia que en muchas ocasiones se le acercaron amigas o conocidas queriéndole explicar que había métodos para evitar los embarazos… Mi madre a todas les decía: “¿Te crees que me chupo el dedo?” o algo similar. Mis padres quisieron formar una familia numerosa, y lo consiguieron.
Mi hermano no era un superhombre en términos de proezas, grandes obras o cualidades superlativas. Era un hombre muy de a pie.
Chema era una persona fundamentalmente buena, de corazón grande, que con su lucha diaria lo acabó agrandando tanto que ya no le cabía dentro, pero que le permitía querer –uno a uno– a todo aquel que por cualquier circunstancia se le acercaba. Nadie que charlaba con él unos minutos quedaba indiferente; notaba que estaba o había estado con una persona que de verdad se había preocupado por él o ella.
Era también una persona trabajadora. Por circunstancias que luego contaré tuvo que empezar muy joven a ganarse la vida y en ese campo mostró unas habilidades especiales. Y además de trabajador era luchador, no dando nada por perdido…
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